Desde la otra orilla

Un barco la trajo al puerto cuando yo apenas empezaba a ser un hombre y ella, que era casi tan joven como yo, llevaba en la sangre la sabiduría de milenios. La vi pisar la piedra del embarcadero, atónito, conteniendo la respiración, mientras su piel negra resplandecía bajo el sol de primavera. Contemplé su talle, la curva de sus brazos, la prominencia de sus labios y su pecho altivo con la fascinación con que antaño se veneró a las reinas. Mis venas se agitaron al destello de su mirada, fugaz, reflejándose en la mía, mientras trataba de orientarse antes de dejar atrás el mar que la había traído a aquella orilla.

No entendía qué buscaba en esta tierra una diosa pagana, pero aceché la puerta de su hotel, como un gato en celo, haciéndome el encontradizo, fascinado por el exotismo de sus andares. 

Decía que le había gustado la arrogancia oscura de mi mirada, mis cicatrices: aquella vertical sobre el labio y la que dejaba ver en el brazo, cerca del hombro, gracias a aquellas camisetas sin mangas que lucía, muy chulo, dejando ver con orgullo una pálida condecoración guerrera.

Repetía que la había traído la pasión —incomprensible para mí—por mi cultura,  un océano que por fin nos unía en lugar de separarnos, desde una tierra que había acogido y esclavizado por igual a sus ancestros y a los míos. 

Extrañas mezclas en su sangre habían juntado la raza que portaba en la piel, con la nostalgia de la tierra de origen propia de los locos aventureros de mi estirpe.

Mi inglés era tan tosco y rudimentario como su español; pero no existe lengua que no logren aprender los amantes. Para ello, yo frecuentaba el olor de sus sábanas y las extrañas liturgias de su cuarto, con el temor sagrado de quien nunca había pisado el lujo de los hoteles, prohibidos a mi casta, osando desairar a los dioses que custodiaban la moral de mi casta; ella, más habituada a aquellos ritos, con más mundo, me abrazaba riendo mientras yo disimulaba, susurrándole al oído coplas canallas.

Su risa desenvuelta resultaba más obscena por su negrura y mi sangre se enervaba ante la insolencia, la ignorancia y las risas y las palabras insidiosas; pero ella siempre sonreía cuando, tras la furia, lamía las heridas frescas de mi última pelea. Sabía henchir mi orgullo permitiendo que calmara la sed con la fiebre metálica de su deseo.

Los dos sabíamos que lo que vivíamos no era amor pero yo ignoraba que era algo a veces más profundo. Todavía no entendía qué esperaba encontrar en esta orilla de su vida pero ella, más sabia, tenía claro que se llevaba lo que dejaba: la melancolía de una rumba, el recuerdo del vuelo de su falda en las noches de fiesta, el sabor de los besos salados en la arena, luz frente a la vulgaridad, la rabia y la pasión de los besos; y los sueños robados cuyas astillas amanecen clavadas en mi almohada.


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