El sabor de la despedida

Fotografía: Jorge Meis

La ciudad aprendió a vivir con el adiós de las singladuras y la incertidumbre de los nuevos mares.

El primer presagio llegó cuando enmudecieron las sirenas del astillero. Poco a poco comenzaron las despedidas que, a medida que pasaba el tiempo, se convirtieron en cotidianas. Más tarde llegó el vacío de los cuarteles, los muelles y las mareas. Y fue cuando supimos que la ciudad se despoblaba, víctima de una epidemia de pobreza que a duras peras trataba de mantener la dignidad.

Los barcos zarpaban de aquella costa para no volver, dejando en tierra las sombras de aquellos que una vez soñaron con el imposible de una prosperidad tranquila.

Cada ola enviaba una mala noticia, el mensaje desolador de la nada en una tierra rica, orgullosa de poseer el secreto de la fabricación de los enormes barcos que surcaban las olas.

Nos habituamos a las despedidas, como al sabor amargo de una medicina, preguntándonos si la próxima sería la nuestra. Deseándolo y temiéndolo al mismo tiempo.


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