Los sueños cambian

Fotografía: Jorge Meis

Hace treinta años era tan viejo que el sueño juvenil de un hogar propio se parecía con frecuencia más a un nicho en el cementerio que a ninguna otra cosa. Hoy, que soy muchísimo más joven, mis sueños ya no se tiñen de negro. Resultan más optimistas: sólo aspiro a seguir lo bastante hábil como para poder continuar bailando, adelantándome un compás al ritmo que marca la suerte, engañar al diablo, sin pasearme tan cerca del borde del abismo, y cruzar los dedos para que la muerte me sorprenda tarde, satisfecho con las cosas que hice y las que no hice.

No fue fácil salir de aquella extraña danza que dejó tras de sí tantas víctimas,  sobre los restos de un sueño convulso. Muchos éramos los que maldormíamos en aquellos tiempos de fuego y asfixia, acosados por las pesadillas que dejaban a su paso un reguero de confusión y rabia. 

El amor era una quimera mercenaria; y los planes a largo plazo tenían la caducidad de los alimentos enmohecidos en los estantes de los ultramarinos. La amistad era camaradería ante la adversidad y nada había fuera de ella, mientras que la familia era un búnker en el que uno podía refugiarse de amenazas exteriores, con la misma delicadeza de un beso que dejase nuestros labios cubiertos de sangre.

Se vivía como se peleaba: aguantando el dolor sin llorar, mirando a los ojos del enemigo, sin dar la espalda al peligro, apretando los dientes ante el miedo, sangrando, sin dar tregua ni pedirla, con la esperanza de que no hubiera Dios ni futuro; pensando que, normalmente, cuando las cosas cambiaban, solían hacerlo a peor.

Fue preciso llegar a una absoluta falta de fe para poder creer. Catar la amargura del desastre y la incomprensión, pasar la ordalía de muerte y desesperanza que abría paso a la edad adulta para poder volver a mirar la vida con ojos de niño. 

Con la convicción de que mi alma corría el riesgo de convertirse en un cadáver que apareciera en una pensión de mala muerte, con una jeringuilla clavada en su brazo, decidí huir. Buscar otros horizontes sin salir del barrio. Intentar encontrar la paz que se escondía al final del arcoiris. Alcanzar una dignidad tantas veces confundida con orgullo. Recuperar aquella inocencia en la mirada que antiguas fotos me contaron que una vez tuve.

No sé si fue posible llegar a alguna de aquellas metas, aunque el camino aún no ha terminado; pero, a pesar de que en mis sueños está siempre acechante la presencia de un reloj implacable, deseo seguir jugando con el tictac del segundero, creando sobre él un ritmo sincopado que me ayude a seguir pensando que el tiempo ya no importa, que,  sólo jugando a darle forma, podré mentirme y continuar soñando que todavía es posible engañar al destino.


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