
Caminaba cada día buscando el mar. Tres cuartos de hora largos por caminos, llenos de subidas y bajadas, hasta encontrar mi remanso de paz en el mundo. Una calita de aguas quietas y frías, mi trinchera frente al asedio de la muerte.
Desde aquel mes en que las nubes se abrían para mostrar el cielo, huía a diario del asfalto buscando aquel refugio de espuma, arena y besos. Escapaba de la ciudad buscando el mar, anhelando la piel de aquella muchacha que me aguardaba sentada en el pantalán, refrescando sus pies en el agua.
Eran días largos en los que las horas se nos escapaban entre los dedos mientras nos creíamos inmortales, como si el mundo nos debiera la alegría, el sol, el olor a sal y un cuerpo amante: la tregua soñada ante el desencanto y la zozobra.
Pensábamos —queríamos pensar— que nada cambiaría nunca: ni nuestro goce, ni nuestro mar, ni nuestros anhelos. Soñábamos con que nuestra juventud se salvaría del olvido redimida por el deseo; pero todo cambia y los años nos fueron robando las esperanzas, los caminos, la costa que nos abrigaba, los besos incesantes y la pureza en la mirada; o tal vez tan sólo olvidamos esas cosas en algún momento de nuestras vidas para que otros, más jóvenes, más hambrientos, más desesperados, las recogieran tras nosotros y las gozaran, en uno de esos momentos en que la vida todavía parece detenerse, permitiéndonos disfrutar de sus favores como niños que, por unos días, se negaron a seguir creciendo.
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